A Martín Kremenchuzky le diagnosticaron Síndrome de Usher a muy temprana edad. Desde pequeño tuvo que incorporar hábitos que lo diferenciaban de otros niños, como el uso del audífono que le colocaron a los cinco. Por aquel entonces veía poco, aunque esto no le impidió apreciar en profundad la belleza en la naturaleza, las formas, los colores y las personas que lo rodeaban.
Con los años, sin embargo, una creciente oscuridad comenzó a envolver su vida, implacable. De la adolescencia nublada pasó a una adultez casi en tinieblas. Aun así, hasta los treinta – edad en la que contrajo matrimonio-, Martín intentó llevar una vida tal como si nada le pasara: «Me sentía menos persona por ver y escuchar con deficiencia, y trataba de disimularlo. Si contaban un chiste, por ejemplo, aunque no lo había llegado a oír me reía igual; también decía que veía cosas que no veía. Fue, asimismo, una etapa en la que pude concretar objetivos, como recibirme de ingeniero, hacer deporte y convertirme en padre, pero al negar mi discapacidad, sufría. Era estresante estar a la par de los demás», admite.
Día a día la capacidad visual de Martín disminuía y los contornos se hacían cada vez más borrosos hasta que, casi en un despertar, se esfumaron totalmente. A los treinta y cinco años había quedado completamente ciego.
Convivir con un ciego hipoacúsico no era sencillo. No se trataba simplemente de su condición, sino de la desesperanza creciente que había comenzado a germinar en su interior. A los treinta y nueve, y en un estado de vulnerabilidad espiritual extrema, el matrimonio de Martín llegó a su fin. «Cuando me separé mi autoestima como persona y como hombre estaba totalmente por el piso», confiesa, «Sentía que era espantoso convivir con un ciego».
Abatido, los días de Martín cayeron en una espiral descendente de la que creyó que sería imposible salir: vivir había dejado de tener sentido. Por otro lado, el amor siempre había sido un impulsor fundamental en su vida y, a medida que el tiempo pasaba se convenció de que para él sería imposible volver a tener la dicha de enamorarse y transitar una vida de a dos. «Estaba seguro de que, si quería conseguir una nueva pareja, no sería por simple compañía, imaginada a mi enamorada divertida y trabajadora, bonita, pero, ¿por qué posaría su mirada alguien así en un ciego como yo? Creía que la mujer con la que soñaba tenía todas las condiciones para elegir al novio que quisiera, y evitarse todos los dolores de cabeza que implica estar con una persona con discapacidad», afirma.
A Martín le tomó un tiempo comprender que estaba equivocado. Él, como la mayoría de los seres en esta tierra, siempre había admirado la belleza en los otros y en el mundo, una hermosura que ya no podía ver. Pero, como muchos, había subestimado y se había estancado en rasgar la superficie sin entender que también existía un alto porcentaje de personas que podían observar lo bello en profundidad y elegir con el corazón; esa misma belleza esencial que él aprendería a distinguir con más fuerza que nunca a medida que avanzaba su vida en la oscuridad.
Hacia un nuevo despertar
Su aprendizaje comenzó el día en el que decidió levantar cabeza, salir a la vida y dar pelea: «Mi hijo fue mi gran motor. Al comienzo lo hice únicamente por él», asegura. Aún con la autoestima baja decidió – entre otras muchas actividades- tomar clases de rock and roll. Comenzó con un amigo y profesor de dicha disciplina de manera particular. «Lo hacía bajo esa modalidad porque él me tenía que agarrar de la pierna para guiarme, por ejemplo, para que entendiera el movimiento», rememora Martín, «Debía explicarme con mucha paciencia y después con su esposa practicaba el baile».
Apenas un par de meses después su amigo le propuso asistir a clases grupales, pero a Martín le daba vergüenza, su amor propio continuaba endeble y estaba seguro de que su presencia no sería más que una molestia: «Todos los demás pagaban por un curso por el que esperaban recibir lo mejor y sentía que iba a entorpecer la dinámica. Pero mi profesor me paró en seco y me aseguró que yo estaba mucho más avanzado de lo que imaginaba».
Finalmente, Martín cedió, aunque lo hizo con un poco de trampa. Antes de ir a clase se dirigía a lo de su instructor para que le enseñara lo que dictaría aquel día. Así, cuando llegaba al grupo, siempre estaba un poco adelantado. «¡Quedaba como un fenómeno!», ríe con ganas.
Los días de baile transcurrieron vivaces y, de a poco, Martín fue ganando confianza en sí mismo. Se ubicaba a un costado del salón y el profesor le acercaba a aquella alumna que mejor se estuviera desempeñando en aquel momento y le susurraba: «Es también la más hermosa», luego rotaba con otra y le volvía a repetir lo mismo. Hasta el día en que le tocó el turno de bailar con Diana, una profesora de pilates atractiva y encantadora, que tocó su corazón y le alteró la existencia.
«Hubo una química especial desde el comienzo», rememora, «¡Hablábamos más de lo que bailábamos!, y yo esperaba a la semana siguiente para reencontrarme y deseaba pedirle su teléfono, pero no me animaba (en esa época no se usaban las redes sociales al nivel de hoy). Fue en la sexta clase que me envalentoné y ella accedió. A partir de entonces comenzó una relación de pareja maravillosa que continúa hasta el día de hoy», expresa con emoción.
Nunca dejes de intentar
Diez años atrás Martín era un hombre que simplemente no tenía ganas de vivir y estaba absolutamente convencido de que le sería imposible volver a ser feliz. Inesperadamente, su vida dio un giro rotundo: hoy es maratonista, se convirtió en el primer Iroman ciego de la Argentina (uno de los triatlones más duros en los que se pueda participar), es conferencista y está enamorado de una mujer que le cambió la vida.
«Gracias a Diana, que supo entender, contener, fortalecí mi gran proceso de cambio. Fue increíble darme cuenta de que había encontrado a una mujer que me ama, que es fuerte, está siempre sonriente y dispuesta a ayudar. Por ella fui ganando más confianza y pasé de sentir la autoestima por el piso a sentirme la persona más afortunada del mundo. Ya llevamos seis años y, sí, es cierto que es trabajoso convivir con un ciego porque hay cosas que no podemos resolver solos, pero con onda, con ganas y amor se puede vivir muy bien», reflexiona.
«Antes de mi transformación no sabía qué sentido tenía la vida, no sabía qué hacer con ella. Hoy no me alcanzan las horas para hacer todo lo que quiero. Estoy convencido de que en la actitud y la perseverancia está el secreto. Nunca hay que dejar de intentar. Yo golpeé muchas puertas hasta que se abrió una y, a partir de ahí, comenzaron a abrirse más. Quejándonos no ganamos nada; el día que decidí dejar de ser víctima para ser protagonista mi vida cambió radicalmente, pero primero tuve que asumir mi discapacidad y entender que no era menos persona por mi condición. Ahí me saqué una pesada mochila de encima y empecé a hacer todo a paso firme y mis sueños más anhelados se hicieron realidad: enorgullecer a mi hijo, demostrarle que todo se puede en la vida y que no hay que bajar los brazos nunca; y encontrar a Diana, mi gran amor», concluye conmovido.
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